Políticas educativas, orientaciones pedagógicas y la promesa democratizadora de la educación pública: Perú, 1821-2021

Patricia Oliart

Universidad de Newcastle, Reino Unido

patricia.oliart@newcastle.ac.uk

Mercedes Giesecke

Universidad Nacional Mayor de San Marcos

mgieseckes@unmsm.edu.pe

Cesar Guadalupe

Universidad del Pacífico

ca.guadalupem@up.edu.pe

G. Antonio Espinoza

Virginia Commonwealth University

gaespinoza@vcu.edu

Resumen. Este recorrido por dos siglos de historia de la educación pública en el Perú se centra en la relación entre el debate intelectual y político sobre la educación y las orientaciones pedagógicas, las dinámicas sociales, las iniciativas gubernamentales y las características de la implementación de políticas educativas. Se examinan las tensiones políticas y culturales en definir las orientaciones de la educación entre1821 y 1905, se estudia la continuidad que se observa desde 1905 hasta entrada la década de 1950 en las orientaciones para la educación, su relación con corrientes pedagógicas externas, así como la influencia del indigenismo en las políticas educativas. Sigue la confluencia entre el discurso desarrollista, la expansión del Estado y las demandas de nuevas fuerzas políticas, que impulsan la masificación de la educación hasta finales del siglo XX y concluimos en el siglo XXI, cuando las políticas educativas avanzan en cobertura, pero sin resolver factores de exclusión, o los efectos empobrecedores de la corrupción.

Palabras clave: Políticas educativas, historia de la educación pública, educación y democracia, educación en el bicentenario.

Educational Policies, Pedagogical Orientations, and the Democratizing Promise of Public Education: 1821–2021

Abstract. he article covers two centuries of the history of public education in Peru, focusing on the relationship between the intellectual and political debates on education and pedagogical orientations, social dynamics, government initiatives, and the characteristics of the implementation of educational policies. We examine the political and cultural tensions in defining the orientations of education between 1821 and 1905, and their continuity from 1905 to the beginning of the 1950s, the relationship with external pedagogical trends, as well as the influence of indigenism on educational policies. Next, we study the confluence between the developmentalist discourse, the expansion of the State and the demands of new political forces, driving the massification of education until the end of the twentieth century. We conclude with the educational policies in this century, that fail to solve factors of exclusion, or the impoverishing effects of corruption.

Keywords: Educational policies, History of public education, Education and democracy, Education in the bicentennial.

El propósito del artículo es provocar la discusión sobre el carácter social, cultural y político de la educación como política estatal. Recorriendo aspectos de dos siglos de historia de la educación pública en el Perú, se muestra la relación entre el debate intelectual y político sobre la educación y las orientaciones pedagógicas, las dinámicas sociales, las iniciativas gubernamentales y las características de la implementación de políticas educativas.

Reconstruir la historia de la educación pública en el Perú considerando su carácter social, cultural y político ayuda a entender el presente. Haciendo visibles las tensiones y dinámicas sociales, debates políticos e intelectuales relevantes para la implementación de políticas públicas, buscamos dar cuenta de la interacción entre las discusiones sobre las orientaciones pedagógicas y las iniciativas gubernamentales y su implementación, considerando las prácticas locales y las relaciones de poder ejercidas tanto en las oficinas administrativas como en el aula.

Primero, mostramos cómo las tensiones políticas y culturales terminaban definiendo las orientaciones de la educación por implementarse entre 1821 y 1905, período de gradual conformación del «Estado Docente», que Newland define como el sistema centralizado de instituciones que los Gobiernos latinoamericanos crearon, entre finales del siglo XIX y principios del XX, para proporcionar educación y definir el contenido curricular en cada país (Newland, 1994, p. 449). La segunda sección presenta la continuidad que se observa desde 1905 hasta entrada la década de 1950 en las orientaciones transformadoras en la educación, gracias al importante contacto con corrientes pedagógicas democratizadoras, y la influencia duradera que pedagogos indigenistas lograron tener en el Estado. En este período son importantes también el diseño de la formación docente y los debates sobre el sistema educativo y la cultura. La tercera sección reflexiona sobre las consecuencias de la confluencia entre el discurso desarrollista de la posguerra, la expansión del Estado y las demandas de nuevas fuerzas políticas, que impulsan la masificación de la educación hasta finales del siglo XX, la que termina expresándose en una deficiente calidad educativa. Finalmente, se examina el tránsito al siglo XXI, cuando el diseño de las políticas educativas adopta un enfoque tecnocrático que, al centrarse en la producción de resultados mensurables a partir de indicadores específicos de eficiencia, cobertura y logros despolitiza, sin resolver, los problemas sociales y éticos que a su vez diagnostica, como la inequidad, los factores de exclusión, o la corrupción y su reproducción en el sistema escolar.

1821-1905: la educación en el Perú independiente

La retórica liberal del siglo XIX consideró que la educación era fundamental para el progreso económico, el desarrollo de la sociedad civil, la ciudadanía y la democracia en el nuevo orden republicano. Las élites latinoamericanas debatieron sobre el papel de la educación en la conformación social y cultural de las repúblicas emergentes y su lugar en el orden económico mundial (Helg, 2001; Itzigsohn & Vom Hau, 2006; Contreras, 1996; Castro Carpio, 2013; Larson, 2002; Espinoza, 2013; Bermúdez Escobar, 2015). Las élites peruanas mostraron una adhesión frágil a las ideas liberales, en contraste con fuerzas conservadoras en todo el espectro social, que resistieron activamente la implementación de políticas liberales (Espinosa & Aljovín, 2015, p. 188). Mientras que Argentina, Costa Rica, Chile y Uruguay tenían en marcha proyectos de educación liberal desde mediados del siglo XIX (Frankema, 2009; Hentschke, 2012; Larson, 2011), las medidas para establecer un sistema de educación central más inclusivo tomaron más tiempo en implementarse en Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia. Esta tardía implementación de los sistemas centrales de escolarización se ha asociado al proceso violento y tenso por el que pasaron estos países para reorganizar las relaciones con el mundo indígena y su resistencia al nuevo control del territorio, al tiempo que se consolidaba un nuevo orden después de la Independencia (Helg, 2001; Larson, 2011).

La formación del Estado y la consolidación de la nación ocurren como procesos paralelos, graduales y multifacéticos, de los que la educación pública forma parte. Aunque el fortalecimiento de la democracia en los Estados emergentes fuera la justificación política para el gasto público en el desarrollo de los sistemas educativos nacionales, la implementación de la instrucción pública con un currículo único se convirtió en un mandato difícil de cumplir en el Perú, pues, entre los responsables de hacerlo, predominaba la cultura patrimonialista, renuente al poder transformador de la educación o de la meritocracia. Se asociaba la educación al progreso, pero no a la transformación social (Mannarelli, 2013, p. 26), y, para muchos, los indios, los afrodescendientes, los pobres urbanos y las mujeres tenían características inherentes que la educación no podría cambiar, por lo que necesitaban recibir una educación «adecuada» para ellos.

Estas circunstancias marcaron la construcción lenta y accidentada del sistema educativo. Durante el siglo XIX, la mayoría de las escuelas públicas fueron administradas y costeadas por las municipalidades. Las autoridades ediles tuvieron la responsabilidad de abrir escuelas y nombrar y despedir profesores, así como gran influencia en la definición del currículo, los libros de texto y los métodos de enseñanza. Esta red descentralizada de educación pública tuvo diversas limitaciones institucionales, económicas, y pedagógicas, pero, a pesar de sus problemas, aportó las bases indispensables para la fundación del sistema educativo estatal centralizado, finalmente establecido por la Ley N.º 162 de 1905 y ratificado por la Ley Orgánica de Enseñanza de 1920.

La educación colonial reforzaba las ideas y valores que reproducían las jerarquías existentes. No alentaba el ascenso social, aun cuando algunos individuos lograran mejorar su estatus gracias a ella (Lanning, 1940, p. 40). Luego de la independencia, el republicanismo incluyó la promesa de la igualdad legal y el progreso social, conforme al mérito individual. Sin embargo, los nuevos Gobiernos no garantizaron una ciudadanía plena: la esclavitud afroperuana se prolongó hasta 1854, la contribución indígena persistió hasta 1895, y formas de trabajo servil indígena continuaron hasta 1969. Asimismo, las mujeres accedieron a la educación secundaria pública de manera lenta y tardía, no fueron admitidas oficialmente en la educación universitaria hasta 1908, y la ley que implementó el voto femenino se promulgó recién en 1955. Por lo tanto, si bien no existieron normas que excluyeran explícitamente a algún grupo social del sistema educativo, las condiciones económicas, sociales, culturales, e institucionales eran discriminatorias. El acceso a la educación, o su ausencia, continuaron siendo medios a través de los cuales reproducir jerarquías sociales, raciales y de género.

En 1902, el 29,2% de los niños en edad escolar (de 6 a 14 años) recibía instrucción. Para 1940, el porcentaje se había incrementado al 35%, siendo todavía una minoría (Contreras, 1996, p. 41). Al comparar los totales de varones y mujeres matriculados (tabla 1) es evidente que los primeros eran la mayoría de quienes recibían instrucción. El número de escuelas primarias públicas para mujeres solo fue superior momentáneamente en 1915.

Tabla 1
Total de estudiantes y escuelas públicas por sexo a nivel nacional, 1847-1934

Estudiantes mujeres

Escuelas mujeres

Estudiantes varones

Escuelas varones

Escuelas mixtas

Escuelas especiales

Escuelas nocturnas

Total estudiantes

Total escuelas

1847

1398

50

13 670

272

--

--

15 068

322

1849

--

--

--

--

--

--

--

13 118

554

1853

3404

73

28 558

652

--

--

--

31 962

725

1860

2972

52

22 190

450

--

--

--

25 162

502

1864

4452

133

25 519

687

--

--

--

29 971

820

1867

--

224

--

1151

--

--

--

--

1375

1870

--

439

--

1494

--

--

--

--

1933

1890

18 712

263

38 548

531

50

--

--

57 260

844

1905

--

--

--

--

--

--

--

85 000

1795

1906

55 534

651

97 972

863

670

--

--

153 506

2157

1914

--

--

--

--

--

--

--

170 843

2219

1915

60 785

863

104 939

792

787

--

14

165 724

2276

1917

--

--

--

--

--

--

--

--

2296

1918

64 487

--

112 202

--

--

--

--

176 689

2693

1922

74 967

942

127 861

1090

1257

--

45

202 828

3334

1924

81 777

919

141 886

980

1171

--

--

223 663

3089

1926

95 535

867

166 732

1019

1338

27

46*

262 267

3357

1934

156 343

1135

267 336

1308

1807

43

34

423 679

4327

Nota. * Incluye escuelas en penales.

Fuentes: Ministerio de Gobierno, Policía y Obras Públicas (1847, cuadro 6); Ministerio de Gobierno (1849, p. 25); Ministerio de Justicia, Instrucción, Beneficencia y Negocios Eclesiásticos (1853, cuadro 1); Ministerio de Justicia, Instrucción y Beneficencia (1860); Ministerio de Justicia, Instrucción Pública, Beneficencia y Culto (1864); Ministerio de Justicia, Instrucción Pública, Culto y Beneficencia (1867); Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia (1870; 1890, p. 195; 1919, pp. xlv, xliii, xlv; 1922, II, pp. 733, 747); Ministerio de Justicia, Instrucción y Culto (1907, pp. xxv, 627, 629); Ministerio de Justicia, Instrucción, Culto y Beneficencia (1916a, p. 467; 1916b, III, pp. 568-569); Dirección General de Enseñanza (1924, pp. 358D, 358H); Ministerio de Instrucción (1926, pp. 2, 5); Ministerio de Educación Pública (1937, pp. 12, 37). Elaboración: G. Antonio Espinoza.

Entre 1821 y 1850, la inversión del Gobierno central en educación primaria fue mínima. Las localidades mantuvieron un número limitado de escuelas usando para ello rentas locales y contribuciones en dinero o especie entregadas por las familias de los estudiantes. En paralelo, existían escuelas privadas que dependían de las pensiones pagadas por las familias y ocasionalmente recibían subsidios gubernamentales. Pero existía una demanda por educación independiente de la inversión estatal. En 1847, por ejemplo, el Ministerio de Gobierno reportó un total de 554 escuelas privadas, de las cuales 443 eran para niños y 111, para niñas. Estas escuelas tenían 14 555 estudiantes en total. El número de escuelas consideradas públicas era mucho menor (322), aunque tenían un mayor total de matriculados (15 068) (Ministerio de Gobierno, Policía y Obras Públicas, 1847, cuadro 6).

Como se observa en la tabla 1, el número de escuelas públicas se incrementó a partir de mediados del siglo XIX, coincidiendo con el apogeo guanero. La inversión estatal en educación primaria se regularizó a partir de la creación de escuelas municipales en la década de 1860. Desde entonces, y hasta 1873, el Gobierno central complementó la inversión local mediante subsidios regulares para dichas escuelas. En 1864, el Ministerio de Justicia e Instrucción informó que existían 820 escuelas públicas en el país, con 29 971 matriculados. En contraste, existían tan solo 118 escuelas privadas, con 3109 matriculados (Ministerio de Justicia, Instrucción Pública, Beneficencia y Culto, 1864). La tendencia al incremento de las escuelas públicas se interrumpió en 1873, cuando el Primer Civilismo cesó los subsidios a raíz de la crisis fiscal. Por orden del Gobierno central, los Gobiernos locales comenzaron a cobrar contribuciones para sostener las escuelas, lo que provocó el cierre de gran número de ellas (Espinoza, 2013, pp. 105-108).

Hasta entrado el siglo XX, políticos, funcionarios y clérigos consideraban que la función de la educación era correctiva de la moral y del intelecto, socialmente adscriptiva y, principalmente, para varones. El objetivo declarado de la enseñanza a partir de la década de 1820 fue formar ciudadanos «civilizados», virtuosos y útiles, con buenos modales, capaces de leer y escribir en español, y de contribuir a la sociedad y el país, manteniendo, al menos hasta la primera mitad del siglo XIX, un alto grado de continuidad con las ideas educativas empiristas e ilustradas del tardío período colonial. Si bien existía un interés nominal en convertir a todos los peruanos en ciudadanos patriotas, las opiniones educativas y los textos escolares alentaban la deferencia hacia las jerarquías y reproducían prejuicios raciales contra indígenas y afrodescendientes hasta entrada la década de 1840. A partir de entonces, se agudiza el debate entre liberales y conservadores, y aunque no se cuestionó el papel del catolicismo en la educación, sí hubo objeciones a la llegada de nuevas órdenes religiosas para impartir educación (Espinoza, 2013, pp. 48-59).

La «instrucción popular», entendida como una educación básica para todos los ciudadanos, se integra en el debate entre las élites en la segunda mitad del siglo XIX. Los políticos e intelectuales que defendían la instrucción popular le atribuían la función de fomentar el patriotismo, valores morales más secularizados, la observancia de la ley y la armonía racial. Consideraban que la esclavitud y la servidumbre habían degradado a afrodescendientes e indígenas, respectivamente, y creían que la educación podía regenerar a ambos grupos. Pero los textos escolares de historia, geografía y educación cívica que inspiraron no lograron presentar una visión inclusiva del pasado, el territorio y la organización política que pudiera fomentar una lealtad emocional hacia la nación. Preocupados por las luchas indígenas de finales de la década de 1860, algunos políticos e intelectuales plantearon proporcionar instrucción efectiva en las áreas rurales, pero desde la visión positivista, monocultural y monolingüe del Estado moderno. Por ejemplo, el reglamento para las escuelas públicas de Áncash, elaborado por la Junta Departamental de Instrucción en 1873, prohibía el uso de palabras sueltas o frases en quechua en el interior de las escuelas, a menos que fuera indispensable. En paralelo, se discutían el grado deseable de influencia de la Iglesia católica en la educación y la extensión apropiada de la educación femenina, ilustrando un debate que continuó en años posteriores (Espinoza, 2013, pp. 59-69; Junta Departamental de Instrucción de Áncash, 1873, p. 15).

El día a día de las escuelas transcurría atravesado por otros problemas. La interacción entre agentes políticos, profesores y padres de familia en torno a las escuelas estaba marcada por dos temas cruciales: el origen y el manejo de fondos, y el nombramiento y despido de docentes. Hasta la década de 1860, la mayor parte de las escuelas, ya fueran públicas o privadas, se sostenían con fondos provenientes de tierras comunales, impuestos locales o contribuciones familiares. En consecuencia, los docentes tendían a ser mucho más receptivos a las expectativas locales que a las del Gobierno nacional. Una vez que se crearon las escuelas municipales, en la década de 1860, la gestión se dejó en manos de los municipios, aunque las autoridades nacionales se reservaron el derecho de ejercer cierto control, ya que proporcionaban subsidios. Los poderes locales garantizaban el cumplimiento de las regulaciones educativas, la aplicación de los planes de estudio y el nombramiento y la supervisión de los maestros. Pero, en 1873, se interrumpieron los subsidios regulares, varios municipios cerraron sus escuelas y muchos de los que las mantuvieron abiertas resistieron la intervención del Gobierno central. En tales circunstancias, la escuela pública se mantuvo administrativa y financieramente descentralizada hasta 1905 (Espinoza, 2013, cap. 3).

A lo largo de los primeros 100 años de vida independiente, las familias esperaban que la educación primaria proporcionara un mínimo de habilidades prácticas, preparación moral y adoctrinamiento religioso. En las primeras décadas luego de la independencia, había una gran variedad de escuelas privadas y las familias pagaban solo por aquellas asignaturas específicas que sus hijos estudiaban. La mayoría de las escuelas impartían clases de latín, idiomas modernos, y cursos para niñas, como costura, tejido de punto y bordado. No obstante la importancia que la retórica oficial otorgaba a la educación cívica, la historia peruana o la geografía nacional, pocas escuelas enseñaban estas materias inicialmente. Las autoridades nacionales también promovieron el método Lancaster, o de mutua instrucción, que permitía a los estudiantes más avanzados enseñar a los recién iniciados, pero su implementación no se generalizó y la memorización y recitación individual continuaron. A pesar de que se prohibieron los castigos corporales, estos se siguieron usando. En 1846, por ejemplo, el reglamento para las escuelas de instrucción primaria para niños del Cusco, elaborado por la Junta de Beneficencia Departamental, prescribía el uso de yugos y grillos de madera entre otros castigos. Las escuelas también organizaban exámenes públicos con asistencia de autoridades políticas. Estas ceremonias permitían a maestros y funcionarios renovar relaciones clientelares con los políticos, mientras que los estudiantes y sus familias podían ganar reconocimiento social y establecer sus propias relaciones de clientela (Espinoza, 2013, pp. 123-126, 135-148; Junta de Beneficencia del Cusco, 1846, pp. 10-11).

La adopción generalizada de la cultura burguesa y el interés en promover el patriotismo y la observancia de la ley produjeron cambios en la cultura escolar en la segunda mitad del siglo XIX. Las escuelas ampliaron su currículo, ofreciendo cursos como historia y geografía del Perú, vida de Jesucristo, historia sagrada, e higiene para niñas. «Materias de adorno» como urbanidad, pronunciación en español y música se hicieron populares, pues podían mejorar las posibilidades de ascenso social. Cuando las escuelas públicas no ofrecían estas materias, los padres las reclamaban. La retórica liberal animó a los padres de familia a reclamar también contra la vigencia de los castigos físicos en las escuelas, aunque en su crítica incluían su profunda preocupación por el daño que tales castigos infligían también a la autoridad patriarcal y el honor familiar (Espinoza, 2013, pp. 128-135).

Tras la Guerra del Pacífico, miembros de las clases altas atribuyeron la derrota a la falta de patriotismo de las clases bajas y los indígenas. La oligarquía exportadora, que se hizo del poder a principios de la década de 1890, enarboló un discurso nacionalista antichileno y revanchista, relativamente integrador, que se convirtió en la ideología prevaleciente en la educación primaria a finales del siglo XIX y principios del XX. El entrenamiento militar y la educación física para los estudiantes (diferenciada para hombres y mujeres) se instauraron, mientras que los indigenistas tempranos promovieron la educación de los indígenas para incorporarlos de manera efectiva en la comunidad nacional, difundiendo el español y erradicando las lenguas nativas. Se buscaba integrar a los indígenas en la nación como futuros campesinos y soldados, no como ciudadanos con los mismos derechos que blancos y mestizos (Espinoza, 2013, pp. 69-75). Las autoridades reemplazaron los exámenes públicos con ceremonias a las que asistían estudiantes de escuelas públicas y privadas con motivo de las fiestas patrióticas. En estas reuniones masivas, los menores desfilaban, cantaban canciones nacionalistas, realizaban demostraciones gimnásticas y escuchaban discursos de políticos y educadores. El Gobierno premiaba a aquellos estudiantes que demostraran dominio intelectual y progreso físico. Tales fiestas escolares reflejaron el renovado esfuerzo oficial por fomentar la identificación y lealtad con la nación (Espinoza, 2013, pp. 148-155).

La pedagogía social, la escuela nueva y la democratización educativa en la primera mitad del siglo XX

La influencia del positivismo en el liberalismo latinoamericano vinculó los proyectos educativos con el establecimiento de una economía dirigida por las exportaciones, gobernada por una élite oligárquica, a cargo de un aparato estatal nacional homogeneizador, del que las escuelas eran parte (Hentschke, 2012). Su modelo educativo, monocultural y monolingüe desde el siglo XIX hasta finales del siglo XX, impuso el castellano como lengua para la enseñanza en las zonas rurales, donde la mayoría de la población hablaba una lengua distinta (Zavala & Trapnell, 2013). Durante las primeras décadas del siglo XX, las exportaciones a los Estados Unidos y Europa crecieron de manera importante, bajo lo que Brooke Larson llama «un segundo ciclo de conquista» en el que una agresiva búsqueda de materias primas, mercados y conocimientos liderada por los Estados Unidos y algunos países europeos, se acompañó de campañas de la Iglesia y el Estado para la expansión de la educación, con fines «civilizadores», pero también urgidas por la necesidad de movilizar la fuerza de trabajo (Larson, 2002), entrando en contradicción con los terratenientes, el grupo de poder más conservador.

En ese contexto, y a partir de 1895, ocurre el resurgimiento del Partido Civil como fuerza predominante, impulsando hasta por tres décadas un crecimiento considerable de la educación primaria y secundaria en las ciudades a lo largo del país (Contreras, 1996; Espinoza, 2013). En un marco de relativa estabilidad política, crecimiento económico, y confianza en el rol modernizador que podía tener la educación, el presidente José Pardo centralizó la administración, el financiamiento y la supervisión de la educación primaria pública en 1905. Guiado por el objetivo de expandir las bases políticas del Segundo Civilismo, Pardo afirmó la autoridad del Gobierno nacional sobre los poderes locales; buscó mejorar y expandir la educación primaria pública, así como fortalecer el nacionalismo a través de la educación. Bajo la disposición para invertir más fondos fiscales en la educación primaria, se confiscaron recursos educativos que anteriormente pertenecían a los Gobiernos locales. La centralización expandió la educación pública, creándose más escuelas fiscales. Además de crecer en áreas urbanas, la educación primaria se extendió en zonas rurales. Los maestros apoyaron el proceso, pues se asimilaron a la burocracia nacional, mejorando su posición profesional al crearse la carrera docente y obteniendo mayor autonomía con respecto a las comunidades locales.

Los regímenes civilistas que sucedieron al primer Gobierno de Pardo se enfrentaron a la inestabilidad política, la disminución de recursos y la oposición de los poderes locales a la centralización, que había reducido sus atribuciones y capacidad de intervenir en la educación pública. Los civilistas que conducían la educación percibían el peligro que la cultura gamonalista representaba para el desarrollo de una educación democrática. Los terratenientes controlaban el acceso a la educación en las zonas rurales del país, se oponían a la reforma política, económica y educativa y a cualquier cambio que pusiera en cuestión su poder, usando todo tipo de recursos, como «recomendar» localmente personal, contraviniendo las políticas instauradas de nombramientos según los méritos de los maestros e inspectores, u obstaculizando con dudosos métodos la instalación de las escuelas (Contreras, 1996)1. Los inspectores escolares eran profesionales independientes pagados por el Gobierno central que fueron encargados de controlar los aspectos técnicos y administrativos de la enseñanza, así como el cumplimiento de la estrategia del Estado en todo el territorio nacional, especialmente la provisión de la gratuidad y obligatoriedad de la educación primaria y la formación ciudadana (Giesecke, 2015a, p. 361). Aunque su presencia fue resistida localmente, sus informes estimularon cambios importantes en la educación.

En una ardorosa defensa de la educación pública ante la cámara de senadores en 1905, Jorge Polar, ministro de Justicia, Instrucción y Culto, se refirió al rol democratizador de la escuela y el rol que el Estado debería cumplir en su expansión, aludiendo al poder de la educación para «levantar, para redimir a los débiles, a los que sufren» (Giesecke, 2015a, p. 109) y exortaba a «reducir la separación, la distancia en que viven dentro del Perú, dos razas, dos poblaciones y que es la causa primaria de nuestra debilidad, como lo fue de nuestros desastres» (Giesecke, 2015a, p. 111). Por su parte, unos años despúes, en 1909, y también como ministro del ramo, Manuel Vicente Villarán defendía la misión moral que realizara la escuela para «refrenar posibles abusos de las clases gobernantes y mantener la equidad en las relaciones sociales» (Giesecke, 2015a, p. 114).

Un hecho que impactó significativamente en la educación fue el contacto con la pedagogía social de John Dewey (1859-1952), a través de un grupo de educadores norteamericanos progresistas que cumplieron un rol transformador de largo aliento en la formación docente y la educación rural. Para Dewey, la pedagogía debía garantizar el acceso a la educación formal para las clases trabajadoras de todo el mundo. Hombre de acción, cuestionó la subordinación de la mujer en la sociedad, apoyó el sindicalismo docente y promovió, a partir del reconocimiento de los propios saberes, el diálogo inclusivo antitotalitario sustentado en el conocimiento profundo de cada contexto geográfico y cultural (Giesecke, 2016; Saravia, 2019).

Como ministro de Justicia, Culto e Instrucción en 1908, Manuel Vicente Villarán recibió a la misión de pedagogos norteamericanos de la escuela de Dewey, quienes trabajaron colaborativamente en el diseño, la ejecución y la evaluación de la política educativa. Harry Erwin Bard, quien ya participaba desde 1905 como especialista en el sistema educativo nacional, presidió la misión norteamericana. En 1909, llegaron Joseph Lockey, especialista en administración de la educación primaria; Joseph MacKnight, especialista en la formación docente, y Albert Giesecke, economista y especialista en educación comercial, que fue rector de la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco.

En 1905, se habían creado las escuelas fiscales elementales y centros escolares en todas las provincias del Perú, y ese mismo año se reinauguró la Escuela Normal de Varones de Lima2, bajo la dirección del profesor belga y también discípulo de John Dewey, Isidoro Poiry, quien impulsó la formación científica del profesorado en la pedagogía activa (Giesecke, 2015a, p. 333). La formación docente se asoció a la necesidad de alcanzar una rápida vulgarización de procedimientos científicos relativos a la educación obligatoria, no solamente en las escuelas normales, sino entre los maestros que aspirasen a perfeccionar su formación.

Joseph MacKnight también fue director de la Escuela Normal de Varones de Lima entre 1910 y 1916. Sobre él, José Antonio Encinas tuvo expresiones de aprecio profundo por haber convertido la escuela fiscal 188 en Puno «en una escuela activa, moderna y científica» (Encinas, 1959, p. 45) cuando se desempeñó como inspector de Instrucción Pública de Puno:

Cuando MacKnight llegaba a la Escuela, no escudriñaba errores, ni buscaba defectos, ni criticaba una labor. Trabajaba en común con el maestro. Tal conducta despertó en el magisterio puneño una entera confianza. (Encinas, 1959, p. 32)

Y sobre el impacto del enfoque de MacKnight en la formación docente, Encinas escribió:

Cambia el papel del maestro de ser únicamente transmisor pasivo de conocimientos, a ser un «director biológico» de la escuela. Se interesa por «los problemas relativos de la vida del niño en su cuádruple aspecto social, mental, físico y psíquico». (Encinas, 1938, p. 15)

MacKnight publicó la revista La Escuela Moderna, órgano de la Escuela Normal de Varones de Lima. Los normalistas o graduados de la Escuela surgieron como especialistas educativos con respaldo oficial y su renovado prestigio social les otorgó una plataforma para expresar sus demandas de atención para la educación.

Las contribuciones de Albert Giesecke a las instituciones y políticas educativas del país fueron múltiples y de largo aliento. Entre 1909 y 1923, su preocupación por «atender a las condiciones étnicas, topográficas y sociales» (Giesecke, 2015a, p. 279) estimuló la producción de un importante acervo de tesis de investigación en la Universidad de San Antonio Abad en el Cusco. Ellas se ocupan de las condiciones de vida de las comunidades campesinas dando cuenta del despojo de sus tierras por parte de los hacendados, el control que estos ejercían sobre sus vidas, y las situaciones de desnutrición, precariedad y vulnerabilidad a las que quedaban expuestas (Giesecke, 2017). Las tesis daban cuenta también de las particularidades del sistema de trabajo, parentesco y propiedad en las comunidades. Sus autores se pronunciaron a favor del reconocimiento de la propiedad comunal, del valor del trabajo cooperativo y la distribución equitativa de sus productos. El conocimiento producido por este impulso a la investigación local quedó instalado y enriquecido por intelectuales cercanos al indigenismo, llegando a tener un marcado impacto en la legislación. Por ejemplo, el art. 41 de la Constitución de 1920 plantea la imprescriptibilidad de los bienes de propiedad de las comunidades indígenas, y el art. 58 norma la protección de «la raza indígena» promulgando leyes especiales para su «desarrollo y cultura». El impacto de ese reconocimiento se profundizó en la Constitución de 1933, que otorgó personería jurídica a las comunidades indígenas y estableció los mecanismos de protección legal y de su participación en los Consejos Municipales Distritales, y el Estado se comprometió a proporcionar tierras a las comunidades para cubrir sus necesidades.

El impacto de la Escuela Nueva no se expresó en magnitudes numéricas (Contreras, 1996), pero su legado programático y multifacético fue prolongado en el tiempo. Pese al contenido y la vocación civilizadora de su proyecto educativo, fue importante para los movimientos campesinos y los indígenas peruanos. De la Cadena (2000) ha explicado, por ejemplo, cómo la intensidad de las luchas para garantizar el lugar de los indígenas como ciudadanos ayudó a romper e invertir la artificial identidad biológica entre raza y la posibilidad de acceder a la educación, de modo que el acceso a la educación sirvió a su vez para transformar la percepción sobre el lugar racial de una persona en la estructura social. La educación como aspiración y como recurso para la relación con el Estado inspiró al movimiento pedagógico protagonizado por los maestros formados en esos años y enriqueció el horizonte de los intelectuales que además formaron parte de redes latinoamericanas de educadores progresistas, identificados con las causas indígenas y la democratización de sus sociedades. Importantes figuras del indigenismo y de la renovada pedagogía llegaron a tener una voz importante en el Estado durante el Gobierno de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), inaugurando la entrada del indigenismo en algunas instancias de gobierno. Bustamante y Rivero tuvo contacto con la intelectualidad indigenista mientras estudiaba su doctorado en Cusco, teniendo a Luis Valcárcel como profesor. Valcárcel fue ministro de Educación de 1945 a 1947, integrando en su equipo a José Antonio Encinas, José María Arguedas y Emilio Barrantes. Estas reconocidas figuras influyentes en el campo cultural nacional dejaron huella de su paso por el Estado y la gestión de la educación. Un grupo importante de pedagogos y empleados públicos en el país y en Lima asumió el liderazgo intelectual necesario para instalar una visión renovada sobre las lenguas y las culturas indígenas: ensayaron la enseñanza de la lectura inicial en lenguas indígenas, propusieron reformas experimentales en los planes y programas escolares y crearon escuelas en las que estos se implementaron. Sus reflexiones sobre el papel social de la escuela, la importancia de la enseñanza en la democracia y la necesidad de respetar los procesos de aprendizaje individual basado en la experiencia de cada estudiante encontraron un espacio de acción en los Núcleos Escolares Campesinos o Rurales (Espinoza, 2010).

1950 a 1990: educación pobre para los pobres. La expansión de la educación pública y la baja inversión en la calidad educativa

El crecimiento de los sistemas de educación pública se debe tanto a los procesos de expansión del Estado, como al aumento de la demanda social por la educación de parte de sectores sociales emergentes y aspirantes a mejorar sus oportunidades de desarrollo e inserción social. En la segunda mitad del siglo XX, se extendió el cuestionamiento global a las estructuras sociales rígidas impuestas por las élites oligárquicas tradicionales allí donde quedaban, y la masificación de la educación se tornó central en la realización de los cambios sociales conducentes al desarrollo (Escobar, 1995, p. 4). Los estudios sobre la escolarización en el Perú muestran cómo la expansión del sistema educativo durante la segunda mitad del siglo XX responde a intensas luchas por el derecho a la educación de grupos indígenas, campesinos y la creciente población urbana, y a la incorporación de esta demanda en las plataformas de los partidos políticos emergentes (Alberti & Cotler, 1972; Degregori, 1986; Ansión, 1989).

El Estado respondió con la expansión de la oferta educativa en todos los niveles en un contexto en el que confluyeron la bonanza económica, el crecimiento urbano y las migraciones masivas del campo a la ciudad, pero abandonó la tarea de hacer de esa oferta un eficaz igualador de oportunidades para los hijos de quienes no se habían beneficiado antes del acceso a la educación (Oliart, 2011a, pp. 132-137). La demanda por educación superior pública fomentó la corrupción al crearse universidades o escuelas normales con fines electorales y sin la necesaria planificación y cuidado con el financiamiento y la calidad de la educación impartida (Ansión, 1986; Bernales, 1974; Roncagliolo, 1971; Degregori, 1986). Los exámenes de ingreso para las escuelas normales se abolieron en 1947 para que personas con modestas expectativas académicas y escasas posibilidades de acceder a algún nivel de educación superior se convirtieran en maestros de escuela, sin evaluarse el consecuente deterioro en la calidad de los nuevos centros de formación docente. El número de universidades pasó de 6 en 1945 a 19 en 1964.

Este crecimiento de la cobertura educativa descuidándose la calidad ocurrió en muchos países (Frankema, 2009), y defender la calidad de la educación pública se convirtió en un tema altamente político, al ser la única manera de cumplir la promesa democratizadora de la educación (Schiefelbein, 1997). Guadalupe, Twanama y Castro (2018) comparan la inversión en educación por estudiante desde 1950 hasta 2016 para mostrar los vaivenes en la inversión del Estado en la educación. La tabla 2, tomada de ese estudio, nos muestra cómo, pese a la expansión constante de la matrícula en todos los niveles educativos y al aumento constante en el número de docentes empleados por el sector público, la inversión del Estado por estudiante disminuyó de manera creciente durante tres décadas, afectando gravemente a generaciones de estudiantes en el sistema público. Así, la principal tensión en el sistema educativo peruano es la discrepancia entre las altas expectativas y el nivel de inversión que las clases más pobres ponen en la educación de sus hijos, por un lado, y la baja inversión y los terribles resultados que el sistema produce, por el otro, de modo que, además, los pobres destinan a la educación de sus hijos una parte mayor del presupuesto familiar que aquel que dedican los no pobres para acceder a un servicio en el que el Estado ha invertido menos de lo que invierte en la educación de los no pobres (Saavedra & Suárez, 2002).

Tabla 2
Gasto público en educación por estudiante, matrícula y docentes estatales, 1950-2017. Variaciones relativas (1950=100)

Fuente: tabla tomada de Guadalupe, Twanama y Castro (2018, p. 12). Elaboración de los autores con información sobre gasto público y gasto público en educación transformada a soles de 2016 para el período 1950-2000, tomada de Miranda (2008). La información para el período 2001-2017 proviene del Sistema Integrado de Administración Financiera (SIAF) del Ministerio de Economía y Finanzas y las series estadísticas del Banco Central de Reserva del Perú.

La inversión en educación, el crecimiento de la cobertura educativa y la relación con el magisterio son aspectos que han definido la calidad de la educación pública en la segunda mitad del siglo XX. El contexto internacional favoreció el aumento en el gasto dedicado a la educación durante los regímenes de Manuel Odría (1948-1956) y Manuel Prado (1956-1962). El Plan Nacional de Educación del Gobierno de Odría fue un proyecto educativo centralizado, pero con significativa autonomía de las regiones. El plan coincidió con la emergencia de una nueva clase media urbana en las provincias, empleada también por el creciente aparato estatal. En ese escenario, se crean las Grandes Unidades Escolares, modernas construcciones para albergar estudiantes de secundaria en las principales ciudades del país. El aumento de estudiantes estimuló la creación de más escuelas normales, favoreciendo también el crecimiento de tales instituciones en el sector privado para satisfacer la nueva demanda de profesores de secundaria (Tovar, 2004).

En 1958, el presidente Manuel Prado favoreció la construcción de nuevas escuelas por las comunidades rurales. Si las comunidades construían sus escuelas, el Estado les concedía los maestros y la acreditación oficial necesaria. Durante su mandato, Fernando Belaúnde (1962-1968) celebró y continuó esta política obsequiando a las comunidades los planos de construcción de las escuelas y una placa de bronce con la inscripción «El pueblo lo hizo». Mientras tanto, las escuelas normales y las facultades de educación siguieron multiplicándose. En 1960, había solamente 10 universidades enseñando educación a 4787 estudiantes. En 1970, ya eran 23 las universidades con facultades de Educación, con 23 528 estudiantes (Roncagliolo, 1971, p. 19), abriéndose el abismo entre crecimiento y calidad, y aumentando la presión sobre el erario nacional para cubrir los gastos corrientes del sistema educativo, en gran parte absorbidos por la remuneración del número creciente de docentes, incluidas las vacaciones, el seguro social y una jubilación.

La Ley del Magisterio, Ley N.º 15215, aprobaba incrementos progresivos en los salarios de los docentes. Fue firmada por la coalición APRA-UNO en 1964, mientras Francisco Miró Quesada era ministro de Educación, y empujó al Gobierno de Belaúnde a un aumento del 30% asignado al presupuesto en educación para el año 1966 aunque no existiera el sustento técnico para hacerlo. Así, aquello que historiadores y analistas han considerado como un gesto irresponsable del régimen de Belaúnde, resultó de una de varias maniobras políticas para empujar al régimen a una crisis (Oliart, 2018, p. 189). La bonanza económica había comenzado a desvanecerse en la segunda mitad de la década de 1960, la inversión en educación se desplomó en 1967 y se expresó también en un deterioro mayúsculo de las remuneraciones docentes (Guadalupe, 2021). El Gobierno militar de Velasco suspendió la Ley N.º 15215, y el Gobierno de Morales Bermúdez la derogó. El magisterio rechazó tanto la decisión del Gobierno de suspender la Ley N.º 15215, como los encarcelamientos y despidos con los que reprimió la protesta. En términos reales, los sueldos de los maestros cayeron a niveles equivalentes a los de 1950, dotando al sindicato magisterial de una relevancia especial, con un número alto de afiliados con expectativas defraudadas y un rápido respaldo nacional siguiendo la caída creciente de los sueldos. Se instaló así la tensión entre el Estado y el sindicalismo magisterial que los Gobiernos subsiguientes enfrentaron, rara vez considerando las necesidades del sector, priorizando más bien el cálculo de corto plazo, midiendo los riesgos y beneficios de determinados gestos, recurriendo a disposiciones legales de aceptación rápida, no siempre sostenibles (Oliart, 2011a, pp. 36-50).

El Gobierno del general Velasco Alvarado creó la Comisión de la Reforma Educativa para producir un diagnóstico y una propuesta de reforma para la educación. El documento conocido como el Informe general de la reforma de la educación fue publicado en 1970 y la Ley de Reforma Educativa, Ley N.º 19326, se promulgó en marzo de 1972. El informe caracteriza el crecimiento del sistema educativo como ineficiente y como fuente de desengaño para las esperanzas puestas en él por las comunidades que habían fomentado la creación de escuelas, institutos de formación pedagógica, y universidades regionales financiadas por el Estado. Pese a que la reforma concebía al magisterio como pilar central del proceso, cuestionó profundamente la formación docente y la pertinencia de los métodos y contenidos impartidos en las escuelas. En el Informe, se afirma que el sistema escolar peruano les había fallado a los intereses nacionales y que el crecimiento de las escuelas normales era el resultado de cálculos electorales, sin planeamiento en su creación y sin un presupuesto para la inversión en su mantenimiento (Oliart, 2018, pp. 173-174). Consecuentemente, el Gobierno militar cerró las escuelas normales de más reciente creación para invertir esfuerzos en fortalecer y mejorar las más antiguas y sólidas. De las 130 escuelas normales existentes en 1968, solamente 30 Escuelas Normales quedaron en pie en 1976 (Tovar, 1985, p. 69). La reforma educativa de 1972 tuvo logros modestos, pero, a diferencia de otras experiencias contemporáneas de movimientos de educación progresista, su formulación vinculaba de manera clara las metas políticas del régimen con una estrategia para transformar la pedagogía y el currículo (Oliart, 2018, p. 188). El proyecto fue larga y metódicamente discutido por una coalición de militares e intelectuales progresistas y profesionales de diversas trayectorias políticas y generaciones que reclamaron la densidad histórica y regional de su proyecto vinculándolo con un acervo de propuestas renovadoras peruanas y latinoamericanas que apostaban por el rol transformador de la educación y la pedagogía (Barrantes, 1989). Las discusiones de entonces instalaron en un sector importante de la comunidad educativa y la opinión pública una comprensión clara y duradera acerca de la naturaleza profundamente política de cualquier intervención del Estado en la transformación del sistema escolar, de la relación entre la administración y provisión de un servicio estatal sobre el cual reposan altas expectativas, y el lugar que los ciudadanos que lo reciben ocupan en la sociedad.

El desmontaje de la reforma comenzó en 1975, durante la presidencia de Morales Bermúdez, reduciendo la participación de la sociedad en el acompañamiento de la tarea educativa. El segundo Gobierno de Fernando Belaúnde Terry (1980-1985) inició su política educativa removiendo todo vestigio de politización en el currículo. También se reabrieron las escuelas normales cerradas durante la reforma de 1972, como un gesto que devolvía a las provincias lo que se les había quitado. Además, se recontrató a los 3000 maestros que habían sido despedidos durante el Gobierno militar. El Gobierno de Alan García (1985-1990) creó aún más centros de formación docente, especialmente en ciudades de provincias, mientras que la gestión del Ministerio de Educación fue denunciada por el copamiento partidario de cargos en las direcciones regionales y la corrupción en el uso de los fondos del Estado (Oliart, 2011a, pp. 50-56). En lo pedagógico, ambos regímenes carecieron de orientaciones claras y se caracterizaron por el creciente deterioro del sistema público gravemente desfinanciado, como lo muestra la tabla 2. Pero el impulso transformador de la década de 1970 para enfrentar los desafíos de la educación rural y urbana no fue abandonado por la comunidad educativa. Desde la sociedad civil se abrieron espacios para el desarrollo de propuestas pedagógicas alternativas y autoformación docente, diagnóstico e investigación, conformando una masa crítica de reflexión y propuesta que continúa aportando a la educación en el país3.

La educación peruana en el siglo XXI: continuidades inesperadas

En un contexto de cambios globales (Elfert & Ydesen, 2023), el Banco Mundial promovió la reforma educativa junto con otras agencias y donantes internacionales. Siguiendo las pautas del Informe sobre el desarrollo mundial de 1980 (World Bank, 1980), que asignaba un rol central a la inversión en el capital humano para el alivio de la pobreza, la reforma del Estado y el desarrollo nacional, recomendaba la reducción del gasto público y el establecimiento de prioridades de inversión de alto retorno e impacto en la distribución del ingreso. Así, la mejora de la educación básica recibió atención preferente4. La descentralización y modernización, la mejora (vía entrenamiento docente para aplicar la pedagogía constructiva, la renovación de textos escolares, la inversión en infraestructura y la introducción de sistemas de medición estandarizada de aprendizajes) y el desarrollo de medidas para remediar la exclusión (equidad de género y la educación bilingüe intercultural) fueron parte de este «paquete» que se implementó según las circunstancias políticas y los actores de cada momento.

Los actores involucrados imprimieron a la reforma un carácter contradictorio. En 1992, circularon propuestas de cambios en la gestión y descentralización (Díaz, 2000)5 que, sumadas al diagnóstico de la situación educativa nacional (Perú: Ministerio de Educación et al., 1993), derivaron en la formulación del Programa de Mejoramiento de la Calidad de la Educación Primaria (Mecep). Así, se identificaron como elementos que motivaban la propuesta: la ausencia de un plan nacional, la baja inversión, la rigidez burocrática y la normatividad confusa, el currículo «enciclopedista» e inconducente a la formación, la pobreza de los materiales educativos, y la infraestructura y el mobiliario deficientes e inadecuados (Cuenca, 2001). Asimismo, en el marco general de las políticas, se evocaron en el discurso aspectos como la cobertura universal que cerraría brechas culturales y de género, o la aplicación del constructivismo como pedagogía que pone al centro a los estudiantes. Pero el propio carácter corrupto y autoritario del régimen interfería con la implementación y el diseño de políticas: por ejemplo, la propuesta de descentralización del Banco Mundial proponía niveles de participación ciudadana que el régimen nunca aceptó. Asimismo, se favorecían activamente intereses privados, como lo ilustra el Decreto Legislativo N.º 882, que fomentó la inversión privada en educación de un modo que modificó la oferta educativa urbana.

A pesar de los diferentes momentos vividos, cuatro ejes de política fueron sostenidos por un período prolongado (Guadalupe et al., 2017, cap. 6; Unesco, 2017): la introducción del constructivismo como enfoque pedagógico y la medición estandarizada de aprendizajes; la organización de la carrera docente y la capacitación (en servicio) asociada al nuevo enfoque pedagógico; la inversión en infraestructura y el desarrollo y distribución de materiales educativos; y la modernización de la gestión vía la capacitación de directores, modificación de procesos y ajustes en la propia estructura organizacional del Minedu, que, sin embargo, continuó operando como la cabeza de un sistema centralizado (Du Bois, 2004). En 2014, se añade un elemento nuevo: la regulación de la educación universitaria; pero esta fue resistida por diversos sectores (no solo privados), logrando, en 2022, que el órgano supervisor pierda independencia frente a los supervisados.

En 1992, se conforma Foro Educativo como institución civil que promueve la creación de un marco estratégico que dé coherencia a la política educativa. Se restituyó, en 2002, el Consejo Nacional de Educación (CNE), asumiendo la tarea de proponerle al país un Proyecto Educativo Nacional (PEN) (Perú: Consejo Nacional de Educación, 2006). Excepto entre 2006 y 2011, la interlocución entre el Minedu, los organismos de la cooperación internacional y la comunidad educativa ha sido abierta, aunque con límites, en un contexto de incremento sostenido de los recursos financieros6 y la mejora general en las condiciones de vida de las personas. Las condiciones generales más la continuidad en la política educativa derivaron en algunos resultados.

En educación inicial, se observan cambios marcados: entre 2009 y 2019, la proporción de ingresantes a primaria sin educación inicial se redujo del 20,4 al 3,7%, mientras que la de aquellos con tres años de educación inicial pasó del 26,1 al 72,2%; el promedio de años de educación inicial logrados pasó de 1,6 a 2,6 años sobre los tres que consideramos obligatorios (Díaz, Guadalupe, & Yamada, 2021). En la primaria, se observa que el porcentaje de personas de 15 a 19 años con primaria completa pasó del 90,4 al 98,3% entre 2000 y 2019, mientras la proporción que la culmina hasta con un año de retraso pasó del 67,6 al 88,8%. En la secundaria, el porcentaje de personas de 20 a 24 años que culmina dicho nivel pasó del 63,9 al 84,8% y el porcentaje que lo logró con no más de un año de atraso pasó del 43,2 al 74,5%. Las mediciones de niveles de aprendizaje también dan cuenta de progresos: en segundo grado de primaria, el porcentaje de estudiantes con desempeño satisfactorio en comprensión lectora pasó del 15,9% en 2007 al 37,6% en 20197; igualmente, el porcentaje de estudiantes que solo lograba alcanzar el nivel de desempeño más bajo (o menos) de la escala de lectura usada por el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes de la OCDE (PISA) pasó del 79,6 al 50,4% entre 2001 y 2022 (pospandemia y el cierre extendido de escuelas), al tiempo que la muestra de 2001 solo representaba al 50,2% de la población de 15 años y la de 2022, al 86,3%8. Entre 2008 y 2017, el acceso a la educación superior pasó de 3699 a 5587 estudiantes por cada 100 000 habitantes (Díaz et al., 2021). El gasto público anual por estudiante (en soles de 2016) pasó de 848,0 en 1990 a 1252,6 en 2000 y a 3900,4 en 2017 (Guadalupe et al., 2018), lo que resulta de haber quintuplicado (en términos reales) el gasto público en educación a lo largo de estas tres décadas.

Sin embargo, también se mantuvieron relegados ciertos temas ineludibles: los altos niveles de segregación social e inequidad existentes; la deficiente formación inicial docente; el centralismo que limita la innovación, la creatividad y el ejercicio profesional de la docencia; la negación del carácter político de la educación, que obvia la voluntad y potencial transformador de los actores y la concibe solamente como el resultado de orientaciones prescriptivas desde el Estado; una política de financiamiento «inercial» y rígida que no identifica necesidades; excesivo énfasis en resultados en pruebas estandarizadas que miden aspectos limitados del aprendizaje, descuidando los propósitos centrales de la experiencia educativa; y desdén por las finalidades públicas de la educación que va más allá de la expansión de la educación privada.

Asimismo, desde la década de 1990 se creó un cuerpo tecnocrático que, con el tiempo, logró cierta estabilidad en la gestión del sector y sostuvo, al menos hasta el año 2021, las políticas públicas independientemente de los vaivenes políticos. A pesar de existir los canales para el intercambio de ideas y la disposición de participar de aquellos actores con propuestas propias y relevantes, la visión de esa tecnocracia ha sido predominante en el manejo de la educación, siendo poco permeables, incluso, a las iniciativas de quienes asumieron la dirección del Minedu.

La alta volatilidad en la gestión ministerial es otro límite para introducir cambios sustantivos en la operación del sistema. Desde 1976, solo tres ministros de Educación han permanecido en el cargo al menos 1000 días. El primero fue Domingo Palermo, que estableció el Mecep y los elementos que han marcado la política educativa desde mediados de la década de 1990. Las acciones de los otros dos ministros no condujeron a una modificación sustantiva del mediocre desempeño del sistema educativo.

El Proyecto Educativo Nacional (Perú: Consejo Nacional de Educación, 2020) plantea la necesidad de hacer modificaciones sustanciales a partir de cinco «impulsores del cambio»: (i) concebir la acción educativa desde las personas (desescolarizar la visión y considerar a las personas a lo largo de sus vidas); (ii) autonomía de las instituciones educativas (una visión donde lo central es la acción de las personas); (iii) fortalecer el carácter público de la educación (garantía de condiciones básicas y reversión de la segregación y la inequidad); (iv) modificar los esquemas de financiamiento (basarse en la necesidad y, con ello, fomentar la equidad); y (v) uso intensivo y universal de tecnologías digitales (para enriquecer y potenciar el alcance y la pertinencia de las experiencias educativas). Estos impulsores son formulados buscando lograr que la educación contribuya a la formación de ciudadanos en un país de libertades y justicia.

La elección de 2021 rompió el consenso tecnocrático vigente entre 1995 y 2021. La reflexión crítica sobre las repercusiones de las iniciativas legales que afectan el interés público y desatienden los desafíos de la educación parece ausente, y acciones como la vulneración del régimen legal docente y los intentos de captura de los recursos privados de los docentes acumulados en la Derrama Magisterial solo ilustran la ausencia de principios que se ha mantenido luego del cambio presidencial en diciembre de 2022. Más allá de acciones puntuales como la modificación arbitraria de la composición del Consejo Nacional de Educación o medidas específicas en la gestión pedagógica desprovistas de un propósito mayor, tres décadas de una política educativa sostenida han dado paso a la inexistencia de esta.

Es posible producir una ruptura con la historia de la educación, pero la debilidad institucional del país es un serio obstáculo para ello (Guadalupe, 2021). El país cuenta con una comunidad intelectual plural, vigilante y crítica del desempeño estatal, conectada a numerosas redes sociales en el país, con nutridos recursos para la información y el debate, y con presencia legítima en los medios. El marco de renovación de la política educativa que presenta el Proyecto Educativo Nacional vigente es una expresión de ello. Y los enormes y dedicados esfuerzos que docentes y comunidades mostraron durante la pandemia prueban el valor que para ellos tiene la escuela. Este despliegue de empeño, creatividad, sacrificio, cuidado, solidaridad y empatía también da cuenta de los valores presentes entre docentes y comunidades. Todo ello y la larga lucha por la promesa democratizadora de la educación merecen una respuesta política urgente.

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1 Cabe señalar que este recuento se basa en investigaciones sobre lo que ocurría principalmente en el sur del país. Fiona Wilson (2013) ha reconstruido con detalle el efecto negativo que tuvo la centralización en la participación ciudadana y en el manejo democrático de su destino y de la educación para el caso de Tarma en el mismo período.

2 Luego se transformó en un instituto pedagógico y, con el tiempo, en la Universidad Nacional Enrique Guzmán y Valle, «La Cantuta».

3 Entre 1970 y 1992, el número de ONG operando en zonas urbanas y rurales se sextuplicó (Valderrama, 1995, p. 95).

4 El Banco Mundial se basó en Psacharopoulos y Woodhall (1985), priorizando el acceso a la educación primaria.

5 En algunos casos, «descentralización» resultó sinónimo de trasladar fuera del Gobierno central las responsabilidades y dificultades derivadas de gestionar escuelas.

6 Posible por el crecimiento económico y no por una mayor prioridad dada a la educación (Guadalupe et al., 2018).

8 El Perú es uno de los pocos países que muestran un progreso sostenido (aunque tímido) en PISA.